viernes, 29 de enero de 2010

Citas a ciegas


Era el diluvio, los sacrosantos reflejos crispantes descendiendo de las riveras colindantes, las estrellas reflejadas en cada una de sus gotas, y cada gota albergaba cientos de estrellas ardidas, sólo así el universo se multiplica. Era ver el diluvio, captarlo feroz, arrasando con todo a su paso, templos, ruinas, recuerdos, deseos. Era ver el diluvio de tu cuerpo desnudo, mojado y yo captarlo con cariño, con morbo; verte de todas maneras posibles ya que mis ojos sólo negrura ofrezcan.

En esta noche eterna desearía penetrar tanta belleza, mientras te escucho duchar, tan lejos y tan cerca.



Lucas Luján


miércoles, 27 de enero de 2010

El encuentro


Sólo oscuridad lasciva, corrosiva, que se extendía desde el largo pasillo frontal hasta la pared curva de la habitación, me envolvía en la sala, quien pudo ser la única testigo de mi turbador suceso aquella noche. Siempre viví solo, tenía el sentimiento intenso de saberlo sin orgullo ni decepción. A oscuras meditaba, me encantaba pensar sin ninguna luz encendida y saber que no había vieja que me reprochara vivir en penumbras. En esos momentos mi visión era nula, hay que reconocerlo, reconocer que no reconocí nada durante tanto tiempo. Creí erróneamente que ese manto de ceguera me cautivaría por el resto de mi vida.

Recuerdo haber fumado un par de cigarrillos y desperdiciar en meditaciones baladís el tiempo de sobra. Fue entonces, mientras acicalaba el tercer rubio entre mis dedos, que lo escuché por primera vez. Parecía provenir de frente, donde suponía estar mi recámara. Comenzó como un susurro, un chiflido quejumbroso que de momentos parecía acoplarse a un ritmo constante y estéril. Por el Dios en el que no creía, juro que nunca había sentido tanta excitación por la oscuridad, su excesiva fascinación y mi espíritu atrevido, fueron las razones por las que me le enfrenté.

Me levanté sigiloso, y guiado por el silbido misterioso caminé intuyendo las esquinas de los muebles, las grietas del piso, mi propio cuerpo; el cigarrillo brillaba en tono ladrilloso, sin alumbrar nada considerado. Al percatarme de su inutilidad ante aquel momento, con dolor y pena, lo destrocé en el piso, si es que en realidad se le podía llamar piso a aquello que parecía ya no estar, al final todo había sido devorado por mi solemne oscuridad pensativa. El silbido continuaba incitándome a buscar su origen.

Tragué saliva con dificultad. Pasé mi mano frente a mis ojos, pero todo fue inútil, la oscuridad se había vuelto tan densa, que no logre divisarla, como en un sueño mal cuajado donde no se percibe nada. En esos momentos dudé de mi propia existencia. El silbido, ahora se había convertido en algo parecido a una voz. Quizá siempre fue una voz y no un silbido; las ondas sonoras también tienden trampas a la distancia o eso quise creer.

─¿Quién está ahí? ─creo que pregunté, cuando todavía era yo.

La voz entonada en una melodía inhumana no contestó. Aquello comenzó a sulfurarme de tal manera que me creí presa de desmayo, algo que por suerte no pasó. Percatándome de haber caminado un largo trecho, calculando aproximadamente cincuenta metros desde mi sillón hasta mi habitación, pensé en un regreso, pero la oscuridad me había sumergido en su totalidad; ya no había retorno ni destino; yo estaba en el limbo.

Una vez tomada mi decisión de entregarme por completo a mi suerte y comprendiendo lo desagradable que se había convertido la escena, grité:

─¡Qué me digas quien eres, muéstrate, engendro de monstruoso canto!

Al escucharme, se detuvo al instante, en una nota seca e inmaculada. Sentí que mi universo se había esfumado al dejar de escucharlo. Era yo nada, un alma envuelta en penumbras, en coléricas soledades, en tristezas pesadas, en alegrías satisfechas por todas las emociones presentes. Era yo el verdadero monstruo de siempre.

Un viento débil comenzó a succionarme y continuó así hasta volverse acérrimo, jalaba de mis cabellos, de mis parpados; mi piel se estiraba dolorosamente. Ahí estaba, el sentir de todo, no había duda. Después, el canto continuo victorioso. Lo escuchaba, parecido al berrido de un gato en celo. Y como si se tratara de una frenética huida de emociones, una luz en el fondo de lo que yo creía mi habitación, se encendió brutal contra mis ojos desacostumbrados, obligándome a cerrar los parpados y esta a su vez los incendió. También traté de detener mi paso, de aferrarme a algún mueble, al piso, a las paredes ─si podía alcanzarlas─, pero ya no había nada en el lugar, el lugar era sólo mi presencia. Comprendí demasiado tarde que el viento que provenía de aquella intensa luz succionaba mi ser.

Por el Dios que ya fomentaba dudas en mí, puedo asegurar que mi alma nunca había estado expuesta a tanto dolor como en ese túnel. En esos momentos moría y lo sabía, moría de verdad y era prodigiosamente inevitable.

Todo sucedió sin darme cuenta, y siempre consciente de lo que acontecía a mi alrededor. La luz comenzó a crecer, o yo a acercarme a su gloria; había ganado, era mi final, no había manera de escapar de ella, de ahuyentarla, de olvidarla o apagarla, de regresar a fumar en la oscuridad...

Al cruzar la luz y tenerte entre mis brazos no pensé más, se me nublaron los ojos de lágrimas, me habías vencido con esos pequeños ojos todavía cerrados, esa manitas, esos piececillos, esa piel viva que lloraba sin cesar al ritmo de alguna melodía secreta para todos, excepto para mí. Sentí tu calor, tu vida deslizándose en mis dedos, y me pregunté si tendrías el mismo miedo a la oscuridad como el cobarde de tu padre lo tuvo antes de conocerte... No lo creo, porque después de todo, de tanto navegar, de tanto sufrir, de tanto extraviarme, eres tú la luz eterna, y yo, yo no tuve que hacer nada para obtenerte, simplemente entregarte mi vida y morir para el único Dios en el que creo.


Lucas Luján

martes, 12 de enero de 2010

Crítica de “El muro (Jean Paul Sartre)”




Ahora comprendo por qué es una de las obras más representativas del maestro filósofo francés, quien de muchas maneras trata ─por medio de su filosofía existencialista─ de demostrar diversas vidas, diversos desarrollos y diversos finales, todos ellos basados en el pesimismo, en la muerte, en la desesperación y sublimación del concepto ser del ser humano.

El libro consta de cinco cuentos, todos de diferente consistencia existencialista, cada uno con su estilo propio, historias paralelas que, sigilosamente nos van adentrando a la vida y naturaleza de cada uno de los personajes ─que en su mayoría están perfectamente logrados─. “El muro”: Un cuento donde la muerte es inevitable, por más fe que se tenga y se huya de ella. “La cámara”: La historia de una joven cuyo marido se ha vuelto loco, y ella, a su vez, comienza a tener tildes de demencia también, repudiando a su propia familia que trata de alejarla de él. “Eróstrato”: Un hombre de mente criminal, sale por las calles detestando a todos sus semejantes, esperando el momento indicado para desencadenar su sentir, su náusea por la humanidad y liquidarla por completo. “Intimidad”: Historia de una pareja que ha tocado el fondo de la monotonía, del deseo; se detestan, pero también dependen uno del otro. “La infancia de un jefe”: Sin duda la mejor de las cinco obras, la más larga también, quizás una mini-novela, los constantes cambios de identidad en un niño, la madurez del niño. ¿Cómo llegará a convertirse en un hombre verdadero? ¿Encontrará su verdadera identidad? ¿Acaso el ser humano consigue conocerse alguna vez?

Sin duda, los cinco cuentos; una obra merecedora de ser leída.



Lucas Luján