Una vez que lo acorralamos hay que comenzar a ser más cautelosos, como los gatos, precisamente; contra la pared, y sutilmente, sin quitarle los ojos de encima, hay que acercamos a él, pero a manera delicada, que no se sienta acosado, presionado, pues es tan sorpresivo que podríamos provocar su escape.
Cuando esto suceda trataremos de respirar tranquilamente, calmando así la emoción de atraparlo por primera vez. Para entonces el amor parecerá un ratoncito vulnerable. ¡Y es ahí!, cuando ya nos pasamos toda una vida asechándolo, que le saltamos por el lomo, y como es su costumbre, se esponjará; pareciendo más grande y temible, pero no hay que espantarse, pues sólo se trata de un mecanismo de defensa para ahuyentarnos; su intención será provocarnos el mayor temor posible. El amor también tiene su instinto primitivo de supervivencia. Si logra espantarnos todo estará perdido, lo dejaremos escapar, y nunca jamás volveremos a acorralarlo, a no ser que corramos con la suerte de toparlo nuevamente dentro de la alacena, debajo de la estufa, corriendo por las orillas de la pared; cualquier recoveco de un departamento es escondite perfecto para el amor. En caso de que seamos lo suficientemente valientes para afrontarlo nuevamente, y no temerle, entonces, imagínese lo que sería tener un verdadero amor entre nuestras garras, como los gatos, precisamente. Sin duda, la experiencia más deliciosa.
Lucas Luján
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